Genciencia - EL LHC para tontos
EL LHC para tontos (I)
Siguiendo el espíritu de esos manuales sobre temas complejos orientados a dummies o tontos, voy a tratar de explicaros de la forma más accesible y fácil lo que realmente es el experimento científico de moda en todo el mundo: El Gran Colisionador de Hadrones (LHC).
EL LHC es la construcción humana más titánica de la historia por sus implicaciones, el mayor esfuerzo de colaboración conjunta entre naciones y la inversión de los más sofisticados conocimientos científicos que poseemos en busca de respuestas importantes a preguntas importantes. Hasta vosotros mismos estáis dando unos céntimos de vuestros impuestos para hacer realidad tan magna empresa.
Porque la mayoría de gente ignora que parte de sus ingresos se invierten en la catedral más formidable y minuciosamente construida del ser humano. De hecho también ignora cómo funciona el experimento. Tal vez la gente suele perder demasiado tiempo aprendiéndose de memoria los hechizos de un juego de rol o la alineación de los equipos de fútbol y no presta atención a la magia de verdad que está a punto de chisporrotear a pocos kilómetros de su domicilio para cambiar, tal vez, nuestra idea del universo y de nosotros mismos. Todo el mundo conoce a Harry Potter pero pocos el nombre de la persona que accionará el botón-varita que pondrá en marcha el Gran Hechizo.
LHC son las siglas por las que generalmente se conoce al Gran Colisionador de Hadrones (en inglés, Large Hadron Collider). Un pomposo nombre para el acelerador de partículas más grande del planeta, ubicado en el CERN, otras siglas que significan Organización Europea para la Investigación Nuclear (en francés, Conseil Européen pour la Recherche Nucléaire), que está en la frontera franco-suiza, muy cerca de Ginebra, rodeado del macizo del Jura. Pero tanta sigla no aclara nada. ¿Qué es realmente un acelerador de partículas y por qué resulta tan desorbitadamente costoso de construir?
Bien, para eso vamos a echar un vistazo a los átomos. Todos sabemos qué es un átomo: un núcleo de protones y neutrones rodeado por una nube de electrones. Sin embargo, hay más.
A pesar de que etimológicamente hablando la palabra “átomo” significa indivisible, no es cierto. Los hadrones (que así se llaman a los protones, los neutrones y a otras partículas gobernadas por determinadas fuerzas) están compuestos de partículas bautizadas como quarks. El nombre se lo puso el físico Murray Gell-Mann, del Instituto Tecnológico de California, en la década de 1960, y proviene de una frase de la novela de James Joyce Finnegan´s Wake: “Tres quarks para Muster Mark”.
A pesar del interés de Joyce de que quark se pronunciara de modo que rimara con Mark, los científicos la suelen pronunciar como kwôrk (al igual que pork), parecido al nombre del queso alemán. Con el tiempo, empezaron a definirse categorías de quarks: arriba, abajo, extraño, encanto, superior e inferior, y que a su vez se dividen en los colores rojo, verde y azul.
Una catalogación totalmente arbitraria, por supuesto, porque cuando estamos hablando de cosas tan infinitesimales ya no existen ni los colores ni cualquier otra característica física inidentificable por los ojos humanos.
También surgieron los leptones, los muones, los gluones, los bosones, los lectones, los neutrinos… y así seguiremos quién sabe hasta cuando, yendo cada vez a niveles más pequeños y fundamentales de la materia. Un lío bastante complejo que quizás durante el transcurso del siglo veintiuno se pueda finalmente descifrar.
No es raro entonces que hasta el físico italiano premiado con el Nobel de Física en 1938, Enrico Fermi, dijera: “Si pudiese recordar los nombres de todas esas partículas me habría dedicado a la botánica”.
Hasta aquí las partículas pequeñísimas. En la próxima entrega de esta serie de artículos para tontos, más.
EL LHC para tontos (II)
Cuando estamos tratando con objetos tan diminutos y evanescentes como son las partículas que constituyen un átomo, de nada sirven ni los ojos ni el microscopio, ni siquiera el microscopio electrónico de barrido más potente del mundo.
En el propio CERN, en 1970 se empleaba una extraña máquina para desvelar los misterios del microcosmos: La Cámara de Burbujas de Gargamel. Pero, con todo, la forma más eficiente de notar la presencia de muchas partículas subatómicas es excitándolas para que revelen su existencia, al menos durante una fracción de segundo. Algo así como si lanzaran un grito de dolor.
De esta manera tan extraña podemos intuir que están ahí, formando ladrillo a ladrillo toda la realidad que conocemos. Y la forma más sencilla de excitar una partícula subatómica consiste en estrellarla a toda velocidad contra una pared o contra otra partícula.
¿Habéis visto esas simulaciones de accidentes de coche en las que se estampa la carrocería contra un muro de hormigón, vapuleando las marionetas que están al volante, los crash test dummies, como si fueran peleles?
Pues algo parecido, pero aquí los crash test dummies son los núcleos atómicos, y la velocidad a la que aceleramos el, digamos, coche, está próxima a los 300.000 kilómetros por segundo, la velocidad de la luz, la velocidad máxima teórica que un cuerpo puede desarrollar sin violar ninguna ley física (aunque de largo viola las de tráfico).
Un acelerador no es algo tan exótico como pudiera parecer a primera vista. Todos, en nuestras casas, tenemos al menos un acelerador de partículas, concretamente en la sala de estar. Se trata del televisor. Lo que hace el tubo de rayos catódicos de un televisor es tomar electrones separados de los átomos y empujarlos mediante campos electromagnéticos contra la pantalla, curvándolos así o asá para que dibujen en la pantalla la imagen deseada.
El LHC es como un televisor a una escala mucho mayor: el tubo de rayos catódicos es un túnel subterráneo de 27 kilómetros por el que se pretende acelerar las partículas de tal forma que completen 11.000 veces por segundo ese tramo.
Así pues, el tramo es circular, para que la partícula se acelere igual que la ropa en el centrifugado de la lavadora, cada vez más y más rápido, siendo atraída y empujada por los electroimanes que se irá encontrando en su recorrido endiablado: el primer imán atraerá la partícula, pero justo cuando ésta pase de largo, entonces el imán cambiará de polaridad para repelerla y empujarla hacia el siguiente imán, que la atraerá hasta que haya pasado de largo para cambiar de polaridad, y así sucesivamente.
Al colisionar la partícula contra otra partícula, entonces, tal y como refiere el físico teórico John Ellis, se pelará una nueva capa de la cebolla de la materia, sin saber lo que nos vamos a encontrar.
Para conseguir algo así se requiere, como dije, montañas de dinero y una gran infraestructura. Estamos hablando de cantidades descomunales de dinero para un objetivo que muy pocos están capacitados para comprender en profundidad (y mucho menos los responsables gubernamentales que determinan las partidas presupuestarias para esta clase de proyectos).
No debemos tampoco creernos unos incapaces por no entender demasiado de qué va todo esto, pues por ahí corre la idea de que si realmente un científico cree entender la mecánica cuántica (la física que estudia las partículas) entonces es que no la entiende.
Porque la mecánica cuántica es difícil de entender con un cerebro como el nuestro. Sólo se puede explicar mediante fórmulas, el lenguaje universal de las matemáticas. Tranquilos, no voy a someteros a la tortura de enunciar dichas fórmulas. Ya comentó el físico Paul Davies en la revista Nature que es “casi imposible para los no científicos diferenciar entre lo legítimamente extraño y la simple chifladura”.
EL LHC para tontos (III)
El ejemplo más megalómano de construcción de aceleradores de partículas empezó a concebirse en Estados Unidos, en 1991, en los alrededores de Waxahachie (Texas). Se llamaba SSC (Superconducting Supercollider).
Esta catedral nuclear iba a resultar verdaderamente monstruosa, mucho más que el LHC. Con más de 84 kilómetros de longitud (imaginad una visita guiada a pie), su coste habría ascendido a 8.000 millones de dólares y a cientos de millones anuales de mantenimiento. El SSC sería capaz de generar rayos de 30 TeV (millones y millones de electrón-voltios) y unos 40 TeV en el centro de masa (más del doble del LHC).
El Congreso de los Estados Unidos gastó 2.000 millones, pero después de haber excavado un túnel de ya 22 kilómetros de longitud, amurallado con gruesas paredes de concreto, y sufrir toda clase de problemas con los plazos de tiempo previstos, los contratistas y otros imponderables, se canceló el proyecto en 1993 ante el temor de que los costes se descontrolaran y los resultados acabaran siendo infructuosos.
El cambio de gobierno de Clinton y el interés centrado en una nueva hazaña técnica, la construcción de la Estación Espacial Internacional, hizo que el SSC se olvidara para siempre. La cosa fue como empezar a levantar el parque de atracciones más espectacular del mundo para no abrir jamás sus puertas al público. Ahora, en Texas, se puede visitar el vestigio de aquel proyecto: un enorme agujero que no sirve para nada, aunque sin duda es el agujero más caro que se ha excavado nunca.
Pero estos obstáculos de financiación, por suerte, no han tenido lugar en el LHC. Por poco, eso sí.
El LHC parece una gran tubería circular bajo tierra. Lo que nos lleva a otra pregunta tonta: ¿en qué si diferencia un acelerador de partículas de un túnel para el metro?
El LHC es un túnel subterráneo en forma de círculo de unos 26 kilómetros de longitud tachonado de 9.300 bobinas magnéticas superconductoras capaces de hacer circular billones de voltios de electricidad.
Su coste fue estimado en 1995 en 1.700 millones de euros junto a otros 140 millones destinados a los experimentos. Sin embargo, el presupuesto final aprobado en 2008 ha alcanzado una cifra mucho más elevada, a la que España aporta el 8,3 % del total: 53.929.422 euros.
Es una cifra astronómica. No en vano, se removieron 30.000 metros cúbicos de tierra para poder albergar a 100 metros de profundidad los 1.232 tramos componen este colosal acelerador. Cada tramo pesa 15 toneladas, y necesita trabajar a 300 grados por debajo de la temperatura ambiente para convertirse en superconductor, y así ofrecer la mínima resistencia y pérdida de energía.
El acelerador debe permanecer bajo tierra para asegurar la alineación milimétrica de sus imanes, lo cual constituye otro reto para esta monstruosa obra civil: se requiere congelar el suelo del túnel para que las corrientes subterráneas de agua no impidan modelar el terreno.
Pero ¿cómo es la experiencia de estar allá abajo? Para quienes no hayáis tenido la oportunidad de visitar el CERN, en el próximo capítulo os lo describiré.
El LHC para tontos (IV)
Estar en las entrañas donde se aloja el LHC es una experiencia casi mística que pude experimentar en mis carnes hace un par de años, cuando tuve la oportunidad de viajar hasta allí en bicicleta: en plan Camino de Santiago, pero con mucho más sentido (al menos para mí).
Allí todo posee proporciones megalíticas. Por ejemplo, imaginaos estar en una de las cavernas principales, de hasta 35 metros de alto (lo equivalente a un edificio de 10 plantas), 30 de ancho y más de 50 de largo; todo un récord en el tipo de roca donde se ha excavado, la arenisca, que es una roca heterogénea.
Para ello se han empleado máquinas innovadoras como una enorme tuneladora de 100 metros de longitud que literalmente se come la tierra y que avanza como si fuera un topo metalúrgico, con un diámetro de 3 o 4 metros, a una velocidad media de 30 metros al día. O los electroimanes que se han construido en diferentes laboratorios y que luego han debido transportarse en grandes vehículos hasta el CERN, a ritmo de caracol, como si se transportaran objetos de otro mundo.
En definitiva, un faraónico trabajo ininterrumpido de 24 horas al día en el que más de 450 personas trabajan desde 1999, donde todo se hace con tal precisión que hasta se tiene en cuenta la fuerza gravitacional de la luna, cuyas fases, según los ingenieros, podrían desplazar ligeramente las masas de tierra y provocar que fracasara todo el proyecto.
Llegar hasta este artefacto que recorre bajo tierra un inmenso círculo que cruza las fronteras francesas y suizas no es nada fácil. Bueno, si sois visitantes, tendréis determinado acceso. Os recomiendo que hagáis una reserva a través de su página web. La visita es completamente gratuita y dura media jornada, aunque es desaconsejable para menores de 10 años. La entrada os permitirá acceder a dos programas experimentales, entre ellos el LHC, a la fábrica de antimateria y al sincrotrón de protones. El itinerario es fijado por la organización en función de la disponibilidad de las zonas.
Si no tenéis ganas de reservar con 6 meses de antelación, os queda la alternativa de visitar el Microcosmos, el museo interactivo del CERN pensado para divulgar al gran público (aunque sólo el francés, inglés, alemán o italiano) los secretos de la materia: rayos cósmicos, antiprotones, quarks, gluones o el bosón de Higgs. También se puede contemplar una recreación de los primeros instantes de vida del universo en los aceleradores de partículas y entender (dentro de lo posible para los que no somos físicos) los aparatos gigantescos que, paradójicamente, se usan para estudiar lo más pequeño.
Pero si sois físicos acreditados, podréis llegar más allá. Y es que el CERN se parece a unas instalaciones militares de alto secreto, como en las películas de espías. Un pueblecito donde residen centenares de científicos de múltiples países: aquí fue donde se desarrolló, entre otras cosas, la WWW (World Wide Web), en 1989, el protocolo informático que ahora todos usamos para navegar por Internet mediante páginas web.
Así pues, tras cruzar los accesos exteriores, el físico de partículas que quiera llegar hasta el LHC deberá situar sus ojos delante de un escáner de pared, también como en las películas de espías. El escáner compara la red de sus vasos sanguíneos en el fondo de su globo ocular con una base de datos de las personas autorizadas para pasar. Si el acceso es concedido, entonces el físico podrá entrar a los túneles.
Las entrañas del LHC, entonces, quedan a la vista. Y un rápido vistazo confirma que las inmensas instalaciones son una mezcla entre la grandilocuencia gótica de la catedral de Nôtre Dame y el futurismo de la sala de control de la nave Enterprise.
Y entonces contemplaréis lo que os describiré en la siguiente y última entrega de esta serie del LHC para tontos.
El LHC para tontos (y V)
Las bobinas superconductoras de niobio y titanio deberían producir un campo magnético unas 200.000 veces mayor que el de la Tierra. La alimentación aporta 12.000 amperios de corriente continua a los imanes, y un flujo constante de helio líquido mantiene el artefacto a 271,25 grados bajo cero.
Sí, desde el día que se acabó su construcción, el colisionador permanece enfriándose hasta que alcance su temperatura de funcionamiento: –271,25 grados centígrados (es decir, 2 grados por encima del cero absoluto, la temperatura más baja capaz de conseguirse en el universo). La construcción más formidable del ser humano, pues, es una construcción más fría que el hielo del Polo Norte.
En las entrañas del LHC se están preparando cinco experimentos diferentes de detección de partículas. ATLAS y CMS serán los detectores encargados de partículas generales, LHCb, ALICE y TOTEM, sin embargo, serán más especializados. Estamos hablando de detectores de hechuras similares a las de la catedral que describe Ken Follet en su novela (literalmente se dice que en la caverna subterránea donde se encuentra alojado el detector ATLAS, de 12.500 toneladas, cabría la catedral de Notre Dame).
Algunas de las respuestas que los científicos esperan encontrar cuando empiecen a colisionar las primeras partículas son: saber con exactitud en qué consiste la masa, pues hoy en día sólo sabemos medirla.
Saber qué número de partículas componen el átomo, además de ya las conocidas.
Saber la naturaleza de la llamada materia oscura, un tipo de materia que nadie ha visto ni detectado aún pero que, supuestamente, por inferencia, se cree que compone el 95 % de toda la materia del universo.
Saber si existen otras dimensiones; simular el Big Bang a pequeña escala, la explosión que ocurrió hace 15.000 millones de años y que dio origen al universo (y que fue acuñada mordazmente por el astrónomo Fred Hoyle, irónicamente para desacreditar esta idea tan extraña).
Y por último y más importante: hallar el bosón de Higgs o partícula divina, que sería un paso significativo en la búsqueda de la Teoría de la Gran Unificación, la teoría que pretende unificar tres de las cuatro fuerzas fundamentales del universo. Lo sé, todo esto suena a chino, o peor: a chino científico.
Pero algunos de estos caminos del conocimiento podrían afectarnos más de lo que creemos a nivel filosófico: quizás la libertad sea una ilusión y todo el universo, nosotros incluidos, sigamos un comportamiento determinado por leyes físicas que se originaron en el principio de los tiempos. Quizás el viaje en el tiempo sea posible. Quizás existen universos paralelos.
Las colisiones, sin embargo, pese a producirse en un lugar tan abrumadoramente gigantesco, poseen una sutileza casi artística. Para que todo funcione correctamente, no sólo se ha de llegar al frío más gélido del universo, sino también se debe lograr que miles de elementos individuales bailen en armonía y que todo se sincronice a menos de una billonésima de segundo, con objeto de que haces de hadrones, más finos que un cabello humano, choquen frente a frente.
Y el resultado gráfico de tales colisiones será puro arte, y nada tendrá que envidiar en belleza a un Jackson Pollock. Como muestra, la siguiente imagen tratada informáticamente para su distribución pública, que bien podrían ser los trazos de un cubista o los arañazos de un gato cósmico.
En definitiva, el LHC es un experimento ambicioso, un desafío arquitectónico, científico e intelectual, como las pirámides egipcias o la Gran Muralla china; un viaje al principio de los tiempos para recrear el instante en el que el Big Bang generó todo el universo.
Por esa razón, cuando viajé a Suiza en bicicleta me sentí obligado a recalar en el CERN. Para pisar la tierra que quedaba por encima y acaso notar su magnificencia y su fuerza telúrica bajo mis pies. Con el mismo sentimiento reverencial con el que se visita una catedral.
Si Rilke dijo que una catedral gótica es música hecha piedra, el LHC, la catedral del Big Bang, interpretará el pentagrama del universo. Y sigo manteniendo mi idea de que Ken Follet debería haber escrito Los pilares de la Tierra basándose en el Gran Colisionador de Hadrones. Aunque habría vendido muchos menos ejemplares, eso también es cierto.
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